Restaurar una Obra Pública
en la época de la Ilustración:

El Puente de Alcántara

Por D. Daniel Crespo Delgado y
Dña. Marta Grau Fernandez

Actas del 5º Congreso Nacional de Historia
de la Construcción. Burgos, 7-9 junio 2007

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En la España de las Luces sería difícil encontrar viajeros más tenaces y esforzados que el valenciano Antonio Ponz, y también más curiosos. De hecho, Ponz cumplió con creces el mandato del viajero ilustrado de mantener una actitud despierta e inagotable ante los lugares recorridos. Pocas cosas escaparon a sus ansias de ver y comprender. Desde tales supuestos, entenderíamos que nada más llegar a la villa de Alcántara tras un penoso viaje por las desamuebladas tierras extremeñas, se encaminase a ver su cercano y celebérrimo puente. Sus palabras al encontrarse ante la famosa construcción fueron elocuentes de su asombro: "y sin embargo de cuanto sabía de ella me sorprendió el contemplar tan admirable y magnífica obra" (Ponz 1772-94, 8: II, 6). Pero tan grande como su fascinación fue su amargura al considerar la escasa divulgación que había tenido este puente más allá de expresiones y juicios genéricos.

Denunció que hasta la publicación en 1763 de la Crónica de la Orden de Caballería de Alcántara de Fray Alonso Torres Tapia, "no había descripción ni estampa del puente por donde los extranjeros pudiesen tener noticia de tal obra, sin embargo de ser una de las mayores y más bien conservadas de la antigüedad " (Ponz 1772-94, 8: II, 11).1 Es más, Ponz señaló que tal descuido no sólo era antiguo sino generalizado, afectando de una manera u otra a la mayor parte del patrimonio monumental español, ya fuese artístico o ingenieril. Según el valenciano, "nosotros, como nuestros antepasados, nos hemos cuidado poquísimo de ostentar lo que tenemos de importancia, habiendo sido, a veces, muy diligentes los escritores de pueblos y ciudades en referir menudencias de poca entidad, y que algunas hubieran hecho mejor en dejarlas de escribir" (Ponz 1772-94, 8: II, 10).

Lo cierto es que ésta no fue la única ocasión en la que Ponz manifestó una opinión similar. Su muy difundido Viaje de España está jalonado de lamentos por la falta de interés que hasta la fecha los españoles habían mostrado por el estudio y la difusión de las construcciones relevantes que ostentaba el país, dedicando sus esfuerzos intelectuales a ocupaciones mucho menos relevantes. Y es que para Ponz, el legado monumental e histórico poseía una importancia de primera magnitud, ya que revelaba el grado de desarrollo y la ilustración de una comunidad. Lo expresó de manera clarividente en su Viaje de España al escribir que las bellas artes y de manera especial la arquitectura era "el sobrescrito de una nación ya que de su grandeza, regularidad o deformidad se infiere el estado de cultura que hay en ella". Puso los ejemplos de Egipto, Palmira, Baalbek y, sobre todo, el de Roma, cuyo paseante, teniendo simplemente "los ojos abiertos" conocería a través de sus muchos monumentos "la grandeza de su antiguo imperio y la cultura de los felices siglos de Augusto y de León X" (Ponz 1772-94, 11: I, 17).

Esta renovada consideración del patrimonio edilicio y artístico como testimonio de la cultura de una nación no fue, ni mucho menos, una aportación original o exclusiva de Ponz. Al contrario, fue una idea lanzada por la generación ilustrada, si bien el valenciano fue uno de sus defensores más destacados en España. No es este el lugar para desmenuzar tan apasionante fenómeno, pero digamos que de esta nueva mirada surgió un vivificante interés ya no sólo por el estudio y la difusión de dichos bienes, sino también por su conservación. No es casual, pues, que en este momento se promulgasen las primeras leyes proteccionistas del patrimonio. Aunque surgidas desde distintos frentes, en muchas de estas iniciativas tuvo un papel protagonista la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid. De hecho, Antonio Ponz ocupó entre 1776 y 1791 uno de los cargos más influyentes de dicha institución, el de secretario.

Y no sólo Ponz, prácticamente todas las personalidades relevantes de las artes de la España ilustrada se relacionaron, de manera más o menos privilegiada, con la Academia de San Fernando. De ahí que esta institución, recordemos que fundada en 1757, fuese el escenario de debates y la fuerza motriz de proyectos de gran trascendencia no sólo para los caminos que tomaron las bellas artes contemporáneamente, sino también en la consideración pública que el patrimonio estaba adquiriendo en España a la par, apuntémoslo, de lo que ocurría en toda la Europa occidental. La Academia, por ejemplo, amparó la publicación del Diccionario histórico de los más ilustres profesores de bellas artes en España (1800) de Juan Agustín Ceán Bermúdez, el primer diccionario moderno de artistas y una brújula para el conocimiento del pasado de nuestras artes todavía útil hoy en día; o la de las Antigüedades Árabes de España (1787-1804), un monumental compendio de grabados de la mezquita de Córdoba, la Alhambra de Granada y otros edificios históricos de la capital nazarí. Advirtamos que la memoria de tan insignes y particulares monumentos.

En 1766 el marqués de Grimaldi, secretario de Estado, encomendó a la Academia este proyecto con el que confiaba difundir "los magníficos edificios que cerca y lejos de la Corte publican la antigua perfección de la Arquitectura y demás Artes en España, dignos de que el buril los multiplique . . . ofreciendo a la consideración de las naciones extrañas una luz de nuestros antiguos monumentos de arquitectura, de que generalmente ni remota noticia tienen" (citado en Rodríguez Ruiz 1992, 84). Pero más allá de tan reveladoras iniciativas de la Academia, nuestro objetivo en estas líneas se centraría en la actividad de la llamada Comisión de Arquitectura, que se pronunció con un criterio innovador en las intervenciones que afectaban a los edificios históricos, pretendiendo su conservación y el mantenimiento de su aspecto originario.

Recordemos que la Comisión de Arquitectura se creó en 1786, a instancias de la Academia de San Fernando, para examinar y aprobar las construcciones de una cierta relevancia que se deseaban erigir en España. Desde 1777 en adelante el gobierno promulgó una serie de normas que pretendían centralizar el control de cualquier tipo de edificación en la Academia de San Fernando, exigiendo su aprobación previa para llevarlas a cabo. Lógicamente, las construcciones dependientes directamente del rey no estaban sujetas a esta supervisión de la Academia, pero aún así, desde 1777 llegaron a sus oficinas numerosos proyectos procedentes de toda la geografía del reino. De hecho, la Comisión, formada por los directores y tenientes de arquitectura de la Academia, surgió para evacuar con la mayor presteza posible el número cada vez mayor de trazas que arribaban a dicha institución para su examen. Muchos de los proyectos remitidos eran de nueva planta, pero otros eran reparaciones de edificaciones antiguas, y entre éstos encontramos propuestas de intervenciones en edificios de gran relevancia histórica y monumental.

El caso más revelador en este sentido sería, sin duda, el puente romano de Alcántara. Efectivamente, en la junta del 16 de abril de 1803 la Comisión examinó un proyecto remitido por el Consejo de Castilla para reparar uno de los pilares del famoso puente que presentaba daños y roturas. Los diseños e informes correspondientes estaban formados por dos maestros locales, Ignacio Bueno y Diego Gutiérrez. La Comisión los consideró "muy diminutos y oscuros", juzgando que una obra de la importancia del puente de Alcántara no podía confiarse a tales maestros ni a las trazas que habían dado. Por ello recomendó, que a la "mayor brevedad", pasase por Alcántara un arquitecto aprobado para que emitiese un informe sobre lo que debía hacerse. La Comisión no dejó dudas de su posición: el puente de Alcántara "es del tiempo más feliz de las artes y de las mejores de España", por lo que no debía ni podía "informar debidamente sobre la reparación de la rotura ya expresada sin un reconocimiento ocular de todo".

El 18 de mayo de 1803 el Consejo demandó a la Academia que nombrase a un arquitecto para realizar dicho reconocimiento "aprovechando la próxima favorable estación de verano". En la junta particular del 5 de junio de 1803 la Academia recomendó a Juan Agustín de Larramendi, "el cual es académico de merito por la arquitectura de esta Real Academia y además es también individuo de la Inspección General de Puentes y Caminos del Reino". No obstante, el 12 de junio del mismo año Larramendi se lamentaba de no poder desempeñar este encargo por estar ocupado en la construcción de la carretera entre Barcelona y Valencia.

La Academia nombró de manera inmediata al arquitecto Pedro Arnal, quien también renunció por sus muchas ocupaciones. Arnal propuso a los arquitectos académicos Juan Marcelino de Sagarvinaga y Diego de Ochoa para cumplir con este encargo. El primero, residente en Salamanca, porque era el arquitecto aprobado más cercano a Alcántara; Ochoa porque era uno de los arquitectos hidráulicos más respetados por la Academia, habiéndosele nombrado para numerosos encargos a lo largo y ancho del reino de Castilla. En agosto de 1803 el Consejo aprobaba tales nombramientos, si bien Ochoa no recibió la comunicación hasta finales de octubre de ese año. Por "haber principiado ya las lluvias de invierno" decidieron efectuar su reconocimiento durante el verano de 1804. Así lo hicieron, pero Ochoa falleció de vuelta de Alcántara y nunca llegó a enviar ningún informe al respecto a la Academia.8 Sagarvinaga, en cambio, sí presentó unos diseños para la reparación del pilar que fueron aprobados por la Comisión en su junta del 4 de septiembre de 1805. Pocos días después, el 17 de septiembre, el Consejo elevaba una representación al rey en la que se le exponía que por falta de recursos todavía no se había podido emprender la reparación del puente de Alcántara.

El síndico personero de Alcántara había comunicado al Consejo que los arbitrios que se habían dispuesto para recaudar el dinero para recomponer el paso resultaban demasiado gravosos para Alcántara y la región (recordemos que en esta época las obras públicas como los puentes se financiaban a cargo de los propios y los arbitrios de los pueblos interesados en su construcción a través de mecanismos no siempre claros ni justos para los afectados).

El Consejo demandaba al rey otras fuentes de financiación, recordándole que cuando se le planteó esta restauración se comprometió a que "providenciaría cuanto conviniese para que una obra tan importante no se destruyese, antes bien se repusiese al mejor estado para constante recuerdo de lo que eran las bellas artes en la antigüedad, a que contribuiría el honor y aprecio que de la Real Munificencia se merecían, entendiendo al mismo tiempo a la utilidad que redundaba al público su conservación". El rey no supo determinar cuales eran tales fondos prometidos en su día. Lo único que ordenó fue que se sobreseyese la exacción de arbitrios que sufría Alcántara para la reparación de su puente, y que el Consejo de Castilla entregase las cantidades recaudadas a la Inspección General de Caminos. Que sepamos, dicha Inspección no intervino en el puente de Alcántara en los años inmediatamente siguientes.

La maqueta del puente de Alcántara conservada en el Archivo Histórico Nacional  y que ha sido tradicionalmente datada a principios del siglo XVIII (Fernández Casado 1980) o hacia 1816 (Corella 2000), resulta indudable que se corresponde a esta propuesta de restauración de 1803. De hecho, junto a la documentación remitida para su examen por el Consejo de Castilla a la Academia de San Fernando con fecha 30 de marzo de 1803 se citó "un diseño de madera metido en lata con sobrecaja de madera".

En la junta celebrada el 1 de mayo, la Comisión declaró haber reconocido el citado "modelo del puente de Alcántara" remitido por el Consejo, y el estado ruinoso en que se halla el puente ante la "rotura y desfalco de fábrica en el pilar exterior de dicho puente". Por otra parte, el arquitecto Ochoa, en la carta que redactó el 20 de abril de 1804 como respuesta a su nombramiento para desempeñar tal obra, hizo referencia al "quebranto ocasionado en el pilar medio encajonado en la peña, a la orilla del río en sus más bajas aguas", lo cual no deja lugar a dudas de que se trata del mismo "quebranto" representado en la maqueta conservada en el Archivo Histórico Nacional. Las palabras de Ochoa fueron elocuentes: " . . . me parece que estoy viendo el socavo grande que la furiosa corriente del río ha hecho en la proa, costado y popa de la cepa, arrancando de cuajo gran porción de sillares de los primeros de sus cimientos que asentaban medio encajonados en la peña".

Lo cierto es que en toda la documentación referida a esta intervención, se señala el deterioro de una de las cepas del puente y la inminente necesidad de su reparación. La maqueta, no sólo es una representación a escala del estado en que se hallaba el puente en 1803, sino que destaca los daños ocasionados en el mismo y que tanto alarmaron a los alcantarinos. Así, en la referida maqueta se marcaron con las letras D y E las lesiones provocadas en la segunda pila de la margen derecha del río, descritas minuciosamente en la leyenda que la acompañaba, transcrita por Carlos Fernández Casado pero actualmente desaparecida.

Casi con toda probabilidad, estos daños se debieron a una avenida extraordinaria del río Tajo tal como indicó Ochoa en su carta, lo cual, junto a la continua erosión del terreno sobre el que apoyaba la cimentación del pilar, provocó el descalce y, consecuentemente, la desaparición de los sillares graníticos de la base aparejados en seco. Este daño se descubriría en una época de fuerte estiaje, permitiendo la observación directa del menoscabo de su base. La grieta vertical, que partía desde la imposta fue provocada por este descalce. No así las horizontales, también reproducidas en la maqueta, que seguramente se ocasionaron por la pérdida de masa del segundo arco de la margen derecha, lo que generó un desequilibrio de los empujes. Advirtamos, como veremos seguidamente, que este segundo arco fue parcialmente volado en 1648 por los portugueses en la Guerra de Restauración. Deducimos que fue la combinación de ambas acciones, la violencia de las aguas y el desmoche del arco, la que supuso la amenaza de ruina que se denunció a principios de 1803.

Pero a pesar de la gravedad de la situación, nada se hizo al respecto. De hecho, el problema del citado pilar fue detectado por el ingeniero Alejandro Millán durante la restauración del puente llevada a cabo entre 1856 y 1860. Millán, ayudándose de buzos y marineros, "rodeó la cepa con escombros, logrando que la nueva obra quedase a cubierto del contenido impulso de la corriente" (Rodríguez Pulgar 1992, 104). Sin embargo, este reparo no fue ni mucho menos definitivo. Ya en el siglo XX, en septiembre de 1969, cuando el lecho del río quedó seco por la construcción de la desafortunadamente ubicada presa de Alcántara, se descubrió de nuevo el descalce, siendo reparado de modo invasivo con hormigón armado.

La relación del puente de Alcántara con la Academia de San Fernando en los años de la Ilustración no acabó en 1805. Y tal reencuentro no fue por otro motivo que por los consabidos desastres de la guerra. Durante la Guerra de la Independencia, en 1809 según Juan Agustín Ceán Bermúdez, las tropas británicas volaron el segundo arco de la ribera derecha del puente, justo aquel que ya en 1648, en la Guerra de Restauración de Portugal, fue dinamitado por el ejército portugués aunque con relativo éxito, si bien provocó los ya citados daños en la pila. Al poco de pasada la guerra, en diciembre de 1815, el secretario de la Sociedad Económica de Amigos del País de Alcántara y su Gobernador Político y Militar escribían al rey solicitando su permiso para reparar, mediante donaciones voluntarias, el arco del puente que había sido volado. Siguiendo el conducto ordinario, el rey pasó
esta petición al Consejo de Castilla, quien resolvió el 7 de mayo de 1816 que dicha iniciativa era laudable, aconsejando que "se disponga y se dirija en la parte facultativa por arquitecto de la Real Academia de San Fernando, quien deberá formar y levantar el plano correspondiente".

Unos meses después, el 18 de julio de 1816, el secretario de la Sociedad Económica de Alcántara escribía al Consejo comunicándole que no se habían logrado reunir suficientes fondos "para costear el levantamiento del plano de un arquitecto de la Academia de San Fernando". Como "sólo se trató de una habilitación para pasar por el puente y no de su reedificación con la hermosura y solidez que antes tenía", la Sociedad Económica decidió encargar el proyecto a "maestro de alguna opinión en este país". Tal maestro fue Carlos Feisto de Gundín, quien dio unas trazas en las que proponía recomponer este tramo del puente a partir de la edificación "de un pilar de ocho varas y de la altura correspondiente del que han de salir dos aras con aristones de cantería labrada, y lo restante del casco de cal y ladrillo, cuyo coste según ha calculado dicho maestro aprovechando la cantería de la ruina y otra de un edificio antiguo deteriorado, podría ascender a 320.000 reales". El secretario también informó al Consejo sobre las gestiones recaudatorias que se habían realizado hasta la fecha: la villa de Alcántara se había comprometido a donar 68.000 reales, en los que se incluían los 20.000 que los miembros de la Sociedad Económica ofrecían. Todavía no habían recibido respuesta de los pueblos vecinos, de los propietarios foráneos de tierras en esta jurisdicción y de los ganaderos trashumantes. Como apoyo a esta carta, el Gobernador Político y Militar de Alcántara envió una misiva al Consejo, el 31 de julio de 1816, en la que instaba a que se iniciasen las obras ya que una vez principiadas, serían más los que se animarían a donar recursos para su consecución. Tras el análisis de ambas solicitudes, el Consejo de Castilla decidió, en septiembre de 1816, enviar las trazas y el informe dado por Gundín a la Academia de San Fernando para su examen. No lo remitió hasta el mes de febrero de 1817. En la junta de la Comisión de Arquitectura celebrada el 29 de abril de ese mismo año se reprobó el proyecto de Gundín por lo elevado de su presupuesto, porque su propuesta "impediría el desahogado curso de las aguas" y, subrayémoslo, porque "imperfecciona la magnificencia del edificio". Según la Comisión, con el dinero presupuestado por Gundín se podría reedificar el arco "como se hallaba en su primitiva fundación por existir las cepas y muros que han de sostenerle", no debiendo elevar una doble arcada de ladrillo completamente disforme con el aspecto originario del puente. Para ello, proponía como era su costumbre, que un arquitecto académico reconociese la obra y elaborase un proyecto digno, "como lo requiere la conservación de uno de los más celebrados monumentos de la antigüedad y de las nobles artes en España", evitando así "el abandono que podría resultar de  imperfeccionar una obra tan celebrada de nacionales y extranjeros".

Visto tan contundente informe, el Consejo de Castilla, que solió aceptar los juicios facultativos emitidos por la Academia, decidió el 1 de julio de 1817 que se nombrase a un arquitecto aprobado que se trasladase a Alcántara para ejecutar las trazas para la reparación de su puente. Asimismo, el Consejo ordenaba al Gobernador de dicha población que "sin tocar la obra material en lo más mínimo, habilite su tránsito provisionalmente ". El 21 de agosto de 1817 la Academia, consciente de la importancia del encargo, nombraba para su evacuación al Director General de la propia Academia y Arquitecto Mayor de Madrid, Antonio López Aguado, quien llevaría consigo al arquitecto académico Bernardo Badía para que le ayudase y se encargase de la ejecución de la obra si Aguado no pudiese hacerse cargo por sus muchas ocupaciones en la corte. Tras este nombramiento se iniciaron complejos trámites para encontrar los recursos suficientes para costear el viaje de Aguado y Badía de Madrid a Alcántara. Complejos e infructuosos ya que finalmente ni Aguado ni Badía pasaron jamás a la población extremeña.

Paralelamente, las autoridades de Alcántara se pusieron manos a la obra para habilitar el puente con una estructura de madera. Lo hicieron con cierta presteza, ya que el 28 de mayo de 1819 el Corregidor de Alcántara y su Sociedad Económica enviaban a la corte los informes y un plano firmado por Lorenzo Álvarez de Benavides de la obra realizada. El Fiscal del Consejo de Castilla examinó toda esta documentación y el 24 de noviembre de 1819, manifestó sus dudas acerca de cómo se habían financiado estas obras, proponiendo que se le enviasen estados de cuentas más detallados y que "persona facultativa" examinase la obra realizada y determinase las que deberían hacerse para componer el puente de manera definitiva.

El 8 de febrero de 1820, el Consejo ordenó al Intendente de Extremadura que nombrase a "arquitecto aprobado" para realizar lo sugerido por el Fiscal. Los desestabilizadores acontecimientos políticos de 1820, la caída del gobierno absolutista de Fernando VII y el cambio de régimen supusieron que este expediente, como tantos otros similares, se interrumpiese bruscamente. La definitiva composición del puente de Alcántara tuvo que esperar, como ya apuntamos, a mitad del siglo XIX, cuando se llevó a cabo la restauración, plenamente historicista, ideada por el ingeniero Alejandro Millán.

Las líneas anteriores nos han revelado elocuentemente, que en los primeros años del siglo XIX la Academia de San Fernando defendió de manera rotunda la necesidad de conservar el puente de Alcántara no sólo como paso, sino también como monumento "del tiempo más feliz de las artes y de las mejores de España", promoviendo una restauración que no lo desvirtuase o "imperfeccionase". Pero si bien esta preocupación por la conservación íntegra y original del puente ya había sido expresada con anterioridad -pensemos en palabras cercanas como las del ingeniero militar Diego Bordick en 1751 (Cruz 2002-2003) o en más lejanas como las de Bartolomé de Villavicencio en 1586 (Biblioteca Nacional, Mss. 887)- lo relevante y la diferencia respecto al pasado próximo o más remoto es que ya entre finales del siglo XVIII y principios del XIX se estaba consolidando una definición moderna del patrimonio monumental histórico.

Tal fue el marco donde se manifestaron los juicios de la Academia sobre el puente de Alcántara. Alrededor de dicha definición se vertebró una incipiente teoría sobre la naturaleza y la función pública del patrimonio que no sólo motivó, como decíamos, su estudio histórico y su difusión, sino también su conservación, preludiando las posiciones que se desarrollarían a lo largo del siglo XIX. De hecho, el que fuera secretario de la Academia de San Fernando entre 1792 y 1807, Isidoro Bosarte, defendió en su Viaje artístico a varios pueblos de España (1804) que las intervenciones en edificios históricos debían realizarse siguiendo su estilo originario.

Y aunque tan revolucionarias opiniones, Bosarte las expresó pensando en las actuaciones que debían realizarse en grandes edificaciones religiosas de estilo gótico como las catedrales, ya hemos comprobado como las obras ingenieriles también se incluyeron en esa nueva categoría de lo patrimonial que se estaba forjando en estas décadas. Al menos lo consiguieron algunas de ellas, aquellas que por su antigüedad, su fama y su espectacularidad resultaban más conocidas.